En Los Continentes del Adentro, María Elena Morán construye un universo profundamente original, en el que se despliega una trama de gran intensidad. La historia de Sofía, una joven que, tras una ruptura amorosa y en medio de una relación conflictiva con su madre, descubre cartas y diarios ocultos de su abuela Aída, una mujer marcada por el estigma de la locura. Aída fue internada décadas atrás en un hospital psiquiátrico en la misteriosa isla de Salos, luego de afirmar que su nieta era una sirena a la que debía guiar de regreso al mar. Movida por el deseo de reconstruir la historia silenciada de su familia, Sofía emprende un viaje a esa isla (hoy abandonada por el Estado y transformada en una comunidad autogestionada por antiguas pacientes). Salos es un territorio a la vez real y mítico, donde la locura, el exilio y la resistencia se entrelazan. En ese escenario, a través de notas escondidas en libros y rastros de una abuela pintora y rebelde, Sofía desentierra la historia familiar.
Los Continentes del Adentro es entonces una novela sobre la búsqueda de una verdad familiar sepultada. Sofía creció con los huecos de una historia fragmentada, donde el miedo y el silencio se encargaron de rellenar lo que no se decía. La aparición de los diarios y notas de su abuela enciende una chispa: la certeza de que falta algo esencial, de que hay una herida antigua que necesita ser nombrada. La novela sugiere así, que nadie está completo hasta que no se atreve a interrogar los silencios que habitan su linaje, hasta que no se enfrenta a lo oculto y a lo olvidado. En ese proceso, como le ocurre a Sofía, también se pierden cosas (vínculos, certezas, seguridades), pero se gana algo invaluable: el mapa de una misma. Sanar la herida de una genealogía no es solo un acto de reparación con el pasado, sino también una forma de abrir un futuro posible. La abuela loca, enterrada en el olvido, deja de ser un fantasma familiar para convertirse en una guía: una Centinela del Mar que, desde su exilio, deja pistas para que su nieta pueda reconstruirse y llegar, finalmente, a sí misma.
La sirena. A lo largo de las páginas la figura de la sirena atraviesa la historia no sólo como un mito heredado o un delirio de la abuela, sino como una metáfora potente. Las sirenas encarnan el miedo ancestral a los misterios del mar, a lo que no se comprende del todo. Y según el propio universo del libro, son criaturas capaces de moverse entre el Adentro y el Afuera, entre lo profundo y lo visible, entre mundos que no suelen tocarse. Sofía, en su búsqueda, encarna esa cualidad: se convierte en un personaje-puente, que une tiempos, voces y generaciones. Su camino reconstruye la relación rota entre madre e hija, madre y abuela, nieta y abuela. Logra en su travesía restablecer los lazos, recuperar lo perdido, volver a hacer visible lo negado; y cumple así, con su destino simbólico de sirena.
A medida que avanzamos en la lectura de la novela, se hace evidente la formación en cine de la autora: no solo la historia incluye escenas de gran fuerza visual, casi cinematográficas, sino que también se percibe una notable destreza para manejar relatos extensos, construir subtramas con líneas argumentales entrelazadas y desarrollar un amplio abanico de personajes, cada uno con su historia y sus propios conflictos.
Aunque anclada en el realismo, la escritura de la autora despliega un universo atravesado por lo fantástico. Esa clave realista se ve constantemente infiltrada por lo mágico, como si una ficción (el delirio de la abuela) se tejiera dentro de otra: la historia mayor que la contiene. En este juego narrativo, los límites entre lo real y lo fantástico se desdibujan, al tiempo que también se vuelve difusa la frontera entre la cordura y la demencia, entre los continentes del Afuera y los del Adentro.
La isla de Salos puede leerse como una tierra imaginaria heredera del mito amazónico: un enclave de mujeres, autosuficientes y alejadas (por convicción o por rechazo) del mundo y sus normas. Allí, la libertad y el orden no se enfrentan, sino que conviven como pilares de una identidad distinta. Pero Salos también recuerda a una cárcel como Alcatraz: un espacio de encierro disfrazado de protección, donde el abandono estatal se traduce en exclusión y olvido.
El Adentro y el Afuera. Esta historia está construida en capas, como una serie de círculos concéntricos que se despliegan desde lo íntimo hacia lo colectivo, desde lo mítico hacia lo concreto. A través de los diarios y los libros mutilados por la abuela, Sofía accede a una dimensión emocional que reconfigura su vínculo con la historia familiar. Esa es una de las tantas formas en que el libro plantea una tensión entre el Adentro y el Afuera. Hay, entonces, una capa emocional; pero también hay una capa geográfica: la isla de Salos, aunque ficticia, condensa paisajes reales y simbólicos, y se presenta como otro umbral entre mundos. Hay un Adentro del manicomio y un Afuera del manicomio. Una separación territorial que reproduce la frontera, a menudo arbitraria, entre la racionalidad y la locura. Esa definición histórica de la locura ha servido muchas veces para marginar, castigar o silenciar lo que no encaja en los moldes sociales. El afuera es también la vida práctica, mientras que el adentro representa la esfera psíquica, la imaginación, lo simbólico. Incluso en el núcleo familiar existen Adentros vedados, secretos, silencios, y un Afuera hecho de roles y normas. Cada personaje transita esos bordes, y la novela encuentra su fuerza precisamente en esa exploración sutil y compleja de las zonas de cruce. Comprender la isla, con todas sus capas, personajes y contradicciones, se vuelve una de las experiencias más desafiantes y conmovedoras tanto para Sofía como para quienes nos adentramos en Los Continentes del Adentro.
Reseña por Jess Villar